viernes, 22 de junio de 2012


Armando, la ciudad desde acá arriba se ve enorme. Su cielo no es azul completamente, en las orillas de sus horizontes se alza un color ocre, muy espeso. Lejanas figuras a trasiego se mueven sin dirección a todas partes, como la interminable fila de autos que en su interior encierran a otros seres inyectados de rabia y frustración.
Marcho hacia la muerte… Qué tristes se ven estas calles de San Juan de Letrán.

Sus compañeros habían muerto, la mayoría acribillados por las balas del enemigo. Armando presentía que ya le tocaba y tenía que morir en iguales condiciones. Tomó su fusil, se puso el casco, caminó decidido a su cita mortal. Los miedos, los recelos y las malditas dudas no agobiaban su maltrecha mente. Permanentes horas de vigilia tuvo para recorrer con calma su insípida existencia gris y sin suerte. Lo único bueno fue enrolarse en el ejército; lo máximo, pertenecer a un grupo de élite, donde todos los muchachos veían una buena oportunidad para salir del montón, no ser uno más en las estadístiticas… Al menos, eso pensaba.
Su muerte sería recordada con veneración, como una celebración viva de quien murió defendiendo la causa de la libertad… ¿Libertad, de quiénes? Eso no importaba, a él le vendieron esa idea y la iba a defender aun a costa de su vida, el mejor regalo que dejaba como herencia a su raza en tierras extrañas.
Con la firmeza que da la determinación de una muerte segura y gloriosa, se reunió con los otros infantes; roto el último reducto del enemigo, ahora dispersado, solo ofrecía resistencia por medio de esporádicos francotiradores que, a decir verdad, daban más dificultades que las tropas en conjunto. Armando fue testigo de las bolsas negras que trasportaban los cuerpos inertes de sus amigos casuales, de aquellos con quienes compartió la ilusión de ser algo y alguien.
Avanzó unos pasos. Oleadas de metralla se escuchaban a lo lejos, como interminables plegarias del holocausto que se paga por una paz que se niega a morir o sobrevive solo en las mentes de los fanáticos.
Armando se aferró a esa idea, sus manos sudaban abundantemente, su corazón no dejaba de latir con ruidosa excitación, segundos muy largos, más de lo normal, en cuanto tuviera en la mira al odiado enemigo desataría todo su rencor, su resentimiento, su frustración. Todos los demonios que la Humanidad esconde detrás de una figura sana y limpia. Matar, matar y destruir, solo así sería digno de ser llamado prohombre. Pero no sucedió nada de eso; de pronto algunos vehículos blindados aparecieron al final de la calle, descendieron de ellos varios contingentes de soldados y un oficial militar dio voces a los conscriptos para que se retiraran de la zona y se presentaran a sus mandos. La guerra para ellos había acabado; para algunos ni siquiera empezó. Las fuerzas de la Organización de las Naciones Unidas tendrían ahora el control pacificador del área conflictiva… ¡Cuanta mentira y demagogia en un solo discurso!
De regreso a casa, ya sin uniforme, sin armas ni bandera que defender, se siente más alejado, más excluido, más humillado en ese inmenso suburbio, pues todo quedó encerrado en su ser. No bastaba con vencer sino que había que arrasar todo rastro de supervivencia. El mundo tenía que saber que sin exterminio los holocaustos nunca terminarán.

Ciudad de México. Una granada de fragmentación estalla en medio de la multitud; varios muertos y decenas de heridos es el saldo de tal atentado. Se presume que el ataque proviene de los carteles del narcotraficante en pugna…

En la casa del inmigrante mexicano llamado Armando Fuentes Nadal, una madre llora. Su hijo, en una hoja escrita, le pide perdón por lo que va a hacer pero es la única forma de acabar su propia guerra. Le deja una bandera extranjera y una medalla metálica, en un idioma que ella nunca entenderá.

Fin

15 junio 2012