martes, 20 de marzo de 2012

MONSTRUO

Acabamos de jugar al fútbol. Llueve, y la ropa mojada y llena de lodo nos divierte. Todos somos unos chamaquillos adolescentes que reímos y bromeamos. Chucho es el más escandaloso. Lo sigue Filemón; yo, a corta distancia, voy tras las ocurrencias de todos.
Julieta, mi novia, me mira desde lejos, allá en las tribunas. Es hermosa; a sus dieciséis años está bien desarrollada. Viste una faldita de porrista, de amplio vuelo, y un top rojo con un escote que se derrama por todos lados.

¡Ganamos la final! Compartimos el triunfo y el trofeo de fantasía, como gladiadores olímpicos. La cerveza empieza a correr a raudales. El negro, un chico algo mayor y reservado, bebe y bebe, parece no importarle nada. Mi madre no ve con buenos ojos esta erupción de alegría que nos contagia pero, sin poder hacer mucho, nos la acepta.

Después, la fiesta termina. Chucho y Felipe deciden quedarse en mi casa. El negro se queda echado sobre una pila de cartones; yo, con cierta compasión le paso una cobija. Pobre, me da lástima, nadie le conoce familia o parientes. Encojo los hombros y me voy a dormir, no sin antes encontrarme con mi Julieta. Nos besamos, nos abrazamos... Nuestros cuerpos jóvenes se buscan, las manos hurgan esos caminos tan deliciosos que las horas parecen minutos. A lo lejos alguien prende una radio. Una rítmica melodía de los Beatles llena la casa de melancolía.

Ya es tarde, nos da la una; no somos unos santitos pero somos prudentes. La dejo en la recámara de mi madre, que duerme arremolinada en la cama que tiempo atrás compartió con papa, antes de que él muriera en el accidente de la fábrica. Desde entonces vivimos solos. No quiero causarle un daño más a mi jefa. La música triste de los Beatles sigue; voy hacia mi cuarto. Me siento cansado y exaltado, estoy pensando tonterías. Me quito la ropa y me doy un baño de agua fría pero ni así logro quitarme la calentura que me dejo Julieta. El sopor que deja la lluvia en la tierra seca me enerva. Juego con la idea de seducir a Felipe; total, son juegos de niños que de más morros jugábamos. Pienso, ¿con el Chucho? ¡No! Es más chico. Además no hay confianza. Me encuero por completo; acaricio con pausados movimientos el erecto miembro, que escurre una mielecita trasparente de satisfacción. Me imagino, palpando las nalgas del Felipe, tocando su verga, sopesando sus huevos y luego él, tal vez por efecto de las cervezas, pues quién sabe si hasta me la chupa. Con esos absurdos pensamientos, me dispongo atacar la idea, ponerla en juego.

¡Oh, desilusión! hay alguien más con Felipe. Es otro jugador del equipo, me acerco con sigilo... Es Juan. Juan también se quedó, pero ¿cuando, si no lo vi? En fin... Además, mis intenciones sólo son ocurrencias, puntadas nada más. Tengo sueño; no tengo otro remedio que acostarme con el Chucho, ya sin morbo ni libidinoso afán. Levanto la frazada y me acomodo como puedo. Las luces están apagadas... El sueño se va apoderado de mis ojos, un arrullo va venciendo mis ojos. Giro el cuerpo; inconscientemente pego mi vientre a la espalda de Chucho... Algo viscoso siento. ¡Que raro! Pienso, a lo mejor este wuey se hizo... ¡Pinche menso! No lo pienso, llevo mi mano a ese puerto y luego la subo a mi nariz. Descubro un olor desagradable y enciendo la lámpara del buró: de mis dedos escurre un líquido blanquecino y rojo. Es sangre y semen.
—Chucho, ¿qué te hicieron?
El adormilado se incorpora, me mira con incredulidad, pero al darse cuenta de su estado se espanta, en un acto reflejo se cubre, lastimado.
Los otros también se alarman. "¿Y ahora qué?", se preguntan.
—¡Malditos! ¿Qué te hicieron? —grito y vocifero. Una voraz indignación entra y sale por mis poros. Chucho apenas tiene once años, su madre es la señora que vende tamales todas las mañanas en la esquina de la calle; su padre, es un pobre diablo que apenas lleva un mísero gasto para irla pasando.
Sin miramientos reviso a los otros. Están secos. ¿Quién pudo haber sido? Mi madre alertada por mi escandalera se da cuenta de lo que pasa.
—¿Qué jodido es esto? Y tú, ¿qué haces sin ropa? —me pregunta; ni cuenta me había dado de mi ridículo estado. En eso entra Julieta, ve con estupefacción el grotesco cuadro y sale corriendo.
—¡Maldita sea! Voy a encontrar a quien te hizo esto y voy a matarlo con mis propias manos
Sin asco tomo muestras del esperma de la vil violación. No entiendo para qué pero así lo hago. Sigue lloviendo. El clásico ruido de quien extrae unos compactos me alerta. ¡El negro! Corro hacia él, pero ya no esta. Busco a Julieta, tampoco la hallo. Un grito que llega de la calle previene de algo... Voy a hacia allá; es Julieta, está al lado de otro compañero. Algo se le cae: son los compactos. "¡Tú fuiste!", lo increpo violentamente; él, sin atinar qué hacer, solo retrocede. En su cara adivino el terror de quien es descubierto. De pronto, un banderín de los que se usan para indicar la zona de tiro de esquina es lanzado desde otro punto. Cae directamente en el pecho del violador, cruzándolo de lado a lado.

Me acerqué, invadido por una curiosidad insana. Lo que vi, nunca lo comprendería. No había un solo sujeto, sino que eran dos... Unidos por el mismo tronco, de las manos del negro se zafan unos zapatos.
—Te lo advertí, estúpido, que no lo hicieras. Pero no me hiciste caso... ¡Y ya ves en qué acabó!
Con el ultimó estertor, el otro lado del cuerpo, ese malformado mellizo, del cual el negro solo se conocía, abrió los ojos desmesuradamente... y así quedo.
Después de unos minutos apareció Julieta, completamente enlodada; su ropa tan menuda ahora era más pequeña. La abracé y besé sus labios.
—¡Vámonos antes de que venga la policía —musitó. Nunca supe qué paso... Llegamos a la casa. Mi madre tenía la mirada perdida; a Chucho, sentado, le seguía escurriendo ese líquido de sus intestinos.
—¡Ve a bañarte! —le ordené, mientras con un trapo me secaba la lluvia de esa noche.

FIN



mario a.

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