miércoles, 1 de junio de 2011

El libro de mis hijos


El libro de mis hijos

—Mira a mi padre, ¿lo ves extraño?

—Está más callado que otras veces...

—Está triste; de una tristeza que cae al suelo, en gotas de llanto invisible.

—¿No podemos hacer algo?

—No. Sin que nadie lo note se flagela el alma con la lástima de los demás.

—Acerquémonos...

—¡No! Déjalo, solo así purifica su espíritu.

—Dice mi padre que la tristeza es una forma de morir poco a poco. Pero como el ave que vive y muere a voluntad.

—Es el sol de cada mañana...

—Asi es, Salvador, en la soledad del frío sus huesos se rompen; pero bastan unas horas para que levanten de nuevo.

—Su tristeza es bonita, de matices claroscuros.

—Grande y fuerte; quien la viera, la envidiaría sin remedio.

—Su tristeza destila amor, de quien ama aun en la locura, y por eso sufre en silencio.

—Ana, ¿algún día sentiremos lo que siente nuestro padre?

— Tal vez. En nuestra sangre corre un poquito de sus penas y alegrías.

— Vámonos, no lo molestemos; si yo me sintiese así, no quisiera que alguien me molestara.

—Vamos, pues…

En los silencios profundos descubrimos las tristezas. Las horas marchan, livianas, hacia el ocaso de un día.


El libro de mis hijos

El sol se colaba por la ventana; a pesar de las cortinas, se las ingeniaba para entrar. Ana, despierta, miraba el bailar de las sombras en las paredes.

—Ana...

—¿Qué, Salvador?

—Ayer, mi madre estaba triste.

—Le dolía un poco la cabeza; a mí a veces me duele, es terrible.

—¿Por eso lloraba quedito?

La hermana mayor de Salvador se sentó en la orilla de su litera. Con tono grave, se dirigió a su hermano:

—Sus lágrimas son el rocío de las flores.

Salvador alzó los brazos por encima de su cabeza, con la mirada fija en los recuerdos.

—Por eso hay tantas flores en los campos.

Su hermana mayor asintió con la cabeza. El sol, travieso, había anunciado un nuevo día.

El libro de mis hijos

El cielo lucía tachonado de palpitantes fulgores. Eran las estrellas que, miedosas, temblaban ante la negra noche. Abajo, Ana y Salvador avivaban el fuego con ramitas que habían recogido del campo raso.

—¿Dónde acaba el cielo?

—No sé —respondió su hermana mayor.

—Tal vez no tenga fin. ¿Será como los cuentos que mi padre me contaba cuando yo no podía dormir?

—¡Ven!, vamos adentro a por bombones.

—Ve, tú. Yo voy a seguir calentando muchas historias.

Una estrella fugaz caía atrapada en el embrujo de la tierra mojada.


El libro de mis hijos

Salvador odia a la cebolla, la detesta como a los domingos encerrados. Ana, por su lado, aborrece las pasas; cree que son moscas. Aunque las moscas no le caigan mal, no se imagina comiendo moscas.

—Si tú comes moscas, yo como cebolla —dice Salvador a su hermana mayor.

—¡Tramposo! ¡Déjala ya!

Las orillan al borde de sus platos. “Pobres”, piensa Salvador.

—Dame tus pasas y yo te doy mis cebollas.

—Tampoco me gustan tus cebollas...

—No importa, de todos modos dame tus pasas.

A Ana le hace gracia ver a su hermano menor comer moscas convertidas en pasas aplastadas.


El libro de mis hijos

Un seis de enero, Salvador miraba pensativo a sus juguetes; no se atrevía a abrirlos.

—Ana, ¿crees tú que mis papas sean los Santos Reyes?

Ana escribía en su diario pensamientos que luego borraba. Cerró su libreta, dejó al lápiz descansar. Tomo el muñeco de plástico con el cual su hermano se entretenía.

—Yo creo que no. Estos muñecos son caros.

Ana los examinó, cual científico estudia el raro componente de las piedras lunares. Salvador entonces la observó incrédulo:

—Mi padre no tiene dinero como para comprar juguetes. Tiene tantas deudas que lo dedicaría a pagarlas, no a comprar juguetes.

—¿Lo ves?

Ana volvió abrir su diario y el lápiz se quejo de tan poquito descanso. Salvador y su hermana tenían razón. Si su padre tuviera dinero lo usaría para pagar sus deudas y no para estar comprando muñecos de plástico.

El libro de mis hijos

—Cuéntamelo otra vez... Por favor.

—¿Otra vez?

—¡Sí!

—Bueno. Yo me llamo Ana porque, hace muchos años, existió una niña que vivió encerrada con su familia en un cuartito de azotea. Su familia y ella fueron amenazadas de muerte y como querían vivir se escondieron en ese cuarto. Ana tendría trece o catorce años; en un diario escribió su historia y su pensamiento. Sus palabras eran reflexivas y punzantes. Hubiera llegado ser una gran escritora. Sin embargo sus enemigos los descubrieron, se los llevaron atados a cárceles crueles donde muchos murieron. Ana también murió, faltando solo seis meses para su liberación definitiva. Mi padre, al terminar de leer esta historia lloró y juró, que su primera hija se llamaría: ANA. Yo me llamo Ana.

—¡Ojalà que nunca dejes de ser Ana...!

—Te lo prometo.

Buscó el hermano menor de Ana entre sus bolsas y sacó dos pequeños envoltorios; se quedó con uno, el otro se lo dio a ella. Juntos observaban las nubes, mientras mascaban chicle.

El libro de mis hijos

El autobús, veloz, avanzaba por la autopista. El paisaje urbano iba quedando atrás. Los montes y valles se delineaban en el cercano horizonte.

El olor sulfuroso daba paso al oxígeno puro que se desprendía de los árboles de estos campos mexicanos. 

A Ana los viajes siempre le han provocado molestos mareos, por eso su hermano menor cede su lugar, pegado a la ventanilla.

Al abrir un poco el vidrio, borbotones de aire golpean su cara. Salvador reía a risa suelta. Siempre han viajado juntos. Salvador simulando que es el piloto del pesado armostote; su hermana mayor, su copiloto. La segunda al mando.

El camión devora distancias. Ellos devoran sus años.

El libro de mis hijos

La tarde fría, somnolienta; la pereza de quien no quiere avanzar, aun empujada por los segundos, por los minutos, por las horas.

—Salvador, ¿tienes frío?

—Un poco. Caminando no se siente...

—Es preferible caminar en un día nublado que cuando hace mucho sol.

Su hermano menor de pronto detuvo la marcha y miro al cielo.

—Mi padre el sol, ¿dónde se ha metido?

Ana acicaló tiernamente sus cabellos finos, luego susurró al oído:

—Está librando una batalla, pronto saldrá victorioso.

Salvador se sujetó a la mano de su hermana mayor, mientras tenues rayos calentaban sus rostros.


El libro de mis hijos

—Tengo hambre, quiero pan.

Ana mira con lástima a su hermano menor. Busca en su bolsita negra de macramé algo que darle. Encontró una galleta y un caramelo mordisqueado. Se los dio.

Lo vio devorar en segundos ese pobre manjar. Al terminar, Salvador apretó la mano de su hermana mayor.

—Gracias, Ana.

—¿Aún tienes hambre?

—Ya no; me llené de tu bondad.

Siguieron caminando.


El libro de mis hijos

Salvador arrastraba su mochila; estaba cansado, agotado. Sus pequeños pasos se iban perdiendo en el camino. Su hermana mayor, al notar su desánimo, se echó el paquete al hombro.

—¿Recuerdas cuando aprendiste a leer?

—Mi padre varias veces estampó su mano en mi cara; no leía bien ni una palabra...

—Sí, sí recuerdo. Al final tú aprendiste a leer con llanto en tus ojos. ¿Te dolió mucho?

—¡No! Después el dolor cedió, cuando me asomé a los libros.

—Es cierto, al que le dolió y sigue doliendo es a mi padre.

—¿Te ayudo? —pregunta Salvador a su hermana mayor, con los ojitos llenitos de felicidad.

—No pesan tanto.


El libro de mis hijos

El Sol se fue muriendo lentamente tras las montañas. El ultimo rayo saludó a Salvador y Ana

La nostalgia invadió a Salvador, sus ojos tristes miraron a su hermana.

—Ana, ¿crees que el Sol regrese mañana?

—Mi padre me decía, de niña, que el Sol siempre renace al día siguiente. Nace y muere para alegría de todos.

Salvador sonrió un poco.

—¡Mi padre es el Sol!

Hacía un año que se había ido de la casa; desde entonces venía cada siete días, una vez a la semana, los sábados o domingos, a dejar el gasto, a reír un poco, a penar un tanto.

—¡Sí! Nuestro padre es el Sol...

Tomo la mano de su hermano menor, camino a casa. Arriba, en el firmamento, una uñita brillante los seguía.

Salvador puntualizó, con esa sabiduría de los niños

—Mi madre es la Luna, que nos cuida de noche hasta que aparece el Sol.


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