viernes, 17 de junio de 2011

he aqui una historia ya vieja, que colgue en un foro llamado PROSOFAGOS, orgullo de la red, que por cuestiones mezquinas misa y ajenas lo desaparecimos. ahora que quise sacar varios resulta que ya no tengo acceso yo y otros, una pena mas a esta pagina, que brillo con luz propia en sus años de bonanza.


donde estes esthercita, que sea feliz, y que nada del pasado sea digno de resentimientos y culpas.

Los cohetes estallaban con endemoniado estruendo. Las luces opacaban la noche, tiznada de pólvora y humo desprendido de cientos de cohetes quemados a la vez y en todas partes.

Enrique Santamaría no dejaba de leer la carta, una y otra vez sus ojos la repasaban, incrédulos. No podía creer, o no quería creerlo: Susana, su novia, lo había abandonado en esa misma noche de júbilo y grito.

Ahí, justo en el centro, a un lado de la majestuosa asta de la bandera que, orgullosa, erguía el lábaro patrio. Sin proponérselo, de sus ojos escurrían gruesas lágrimas.

A lo lejos, cerca del Palacio Nacional, un hombrecito agitaba en su mano una banderita tricolor y con otra jalaba un cordel bordado; al hacerlo, una campana, puesta en lo alto del mismo edificio, tañía con loca furia.

Tang… tang… tang… resonaba con mucho repique por toda la plaza del monumental zócalo capitalino. El hombrecito, de traje ingles y frágiles anteojos, gritaba con el pecho abierto un exhorto que la multitud de personas le contestaba con más injuria.

— ¡Viva México!

— ¡Viivaaaaa!

— ¡Viva México!

— ¡Viivaaaaaaaaa!

Quién sabe cuántas veces arengó a la gente reunida en toda la plancha, pero a Enrique Santamaría nada de eso le interesaba. Su novia, su amada, el amor de su vida —¿vida a los 16 años?— lo dejó ahí. Una amiguita, de las que nunca faltan, le llevo el recado pues ella, la novia, no podía, no quería verlo.

Entonces ¿para qué demonios un día antes aceptó dar el grito en la misma presencia del presidente? (obviamente a muchos, pero muchos metros de distancia).

Cuando por fin terminó el juego pirotécnico en el sucio cielo capitalino y cuando más dióxido de carbono quedó suspendido en el enardecido aire que todos respiraban, el pobre enamorado, destrozado, se encogía como perro perdido. Su bandera, su propia bandera mexicana, ahora le servia de sarape, solo que sin la dulcinea a la que, en un momento de loca pasión, pensó seducir, envueltos por el patriotismo pasajero del bicentenario.

No le importaban los porqués del abandono, de la traición en plena algarabía de la patria. No, nada más le importaba que esa noche casi todos se embriagrarían de puro placer patriotero, mientras él se ahogaría de tristeza
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Enviado a: Sab Dic 11, 2010 4:30 p

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