viernes, 17 de junio de 2011

mi amigo el diablo

aqui otro del recuerdo, uno que el maestro panchito me hecho la mano:


mi amigo el diablo, de este tengo buenos recuerdos, pues pocos saben que lo hice en una media hora del trayecto del camion a mi casa.


Nunca entendí cómo diablos estaba yo aquí, o más bien cómo caí exactamente por estos rumbos de Iztapalapa; aunque no era raro, ya pensándolo más detenidamente, siempre he tenido una extraña coincidencia en toparme con situaciones inverosímiles y cómicas. Por bocón, o por simple cruce de un camino y otro.

En ocasiones me resignaba y en otras, como esta, me punzaban la rabia y la impotencia; ya eran las nueve de la noche, y yo seguía camina que camina. No veía a nadie más a mi alrededor, quiero decir personas, casas, luces o cualquier cosa por el estilo; solo a lo lejos un gran resplandor amarillo, sin duda la ciudad. Las últimas gentes que se atravesaron en mi andar me habían dicho: “ ¡Ah! Mire, siga así derecho por esta avenida y como a veinte o veinticinco minutos se encontrará con la avenida Iztapalapa, por ahí llegará a la cárcel de hombres y adelante, como a otros veinte o treinta minutos, está el metro Santa Martha”.

Hace más de dos horas que camino y nada, ni ermita, ni cárcel, ni menos metro, y lo más raro del caso es que desde hace poco siento que asciendo, como que el terreno ya no es plano, sino cuesta arriba; quise regresar pero no tiene mucho caso, otras veces lo he intentado y creo que fue peor. Allá veo a lo lejos una torre metálica, de esas enormes que transportan energía eléctrica. ¡Vaya!, creo que si la sigo pronto llegaré al menos a un poblado.

¡Bruum, qué frío siento! ¡Caramba!, ya pasa de las nueve y media. ¡Chihuahua! ¿Qué voy a decir en casa, con lo celosa que es la Martina? Pensará que me fui de loco, ya mero me va a creer que me perdí. Si ni yo mismo lo creo. ¡Qué mala pata!, ¿por qué me pasan estas cosas a mí? En fin, ni modo.

Aprieto con fuerza los veinte pesos metálicos guardados en mis bolsillos del pantalón. ¡Cómo quisiera estar ya en mi camita, después de cenar un buen arrumaco con la Martina! Lo que sea de cada quién; me quiere de reharto y yo a ella, solo que esta miseria nos ahoga, nos mata.

Pobrecita, aún recuerdo el día que decidió irse a vivir conmigo: no hubo ni boda, ni fiesta, nada. Solo promesas; pero no se queja, no dice nada; al contrario parece feliz, contenta, como si poco le preocupara. Algún día, Chaparrita. ¡Algún día te daré todo lo que te mereces!

¡Chihuahua, no puede ser! Hasta aquí llegan las dichosas torres. Y ahora, ¿por dónde? ¡Chin! No queda otra que caminar y seguir caminando. Son ya las once en punto. Cada vez me pesa más la mochila en el hombro; tengo hambre. Definitivamente sí, estoy subiendo. Un vientecillo frío alborota mis pelos tiesos; entra por mis poros, se anida en mi alma. Todavía hace unos minutos podía oír ladridos de perros; ahorita ya ni eso.

Pequeños relámpagos cruzan mi cielo negro; si lo pienso bien, tal vez me convenga subir hasta mero arriba. ¿Quién quita que desde ahí ubique mejor la ciudad? Sí, eso es lo mejor, y acelero el paso. Pequeños matorrales, árboles enanos van y vienen en un errático andar. Van a dar las doce.

Detengo por un momento mi marcha: ¡Y sí!, de plano, mejor aquí me quedo. Aquí paso la noche. Total, ¿qué me puede pasar? Pero, ¿y la Martina? Bien que la conozco, ha de estar muy preocupada, con lo que me quiere; si hasta ya ha de haber llamado al trabajo; pero ¿quién le va a contestar, si es tardísimo?¡No, no! Tengo que ir, ha de estar bien afligida. Es tan capaz de ir a los hospitales. Tengo que ir ya. En cuanto vea un teléfono la aviso.

¡Cómo me hago bolas! El vientecillo frío refresca el sudor que se asoma en mi piel.

Ya falta poco para llegar hasta merito arriba, pero mis pies se han cansado. Ya no puedo dar ni un paso más. Algo llega a mi olfato, huelo a ceniza, a quemado. ¿Hasta acá? Se hace más penetrante el olor a leña quemada. No veo la lumbre, solo me guío por el olor a incienso perfumado. Titubeo un poco cuando a pocos metros de mí vislumbro una fogatilla naranja. Pequeñas lenguas de ese color se alzan al cielo en vano intento de alcanzarlo.

Camino un poco más y me detengo abruptamente. Exactamente frente a la lumbrera, de espaldas a mí, la figura sentada de una persona se frota las manos y se inclina con elasticidad hacia el fuego. No hay nadie más, sólo esa persona sentada. A su lado, un morral o algo así descansa; eso es todo. Pienso en muchas posibilidades, bien podría caminar hacia los lados y rodear al sujeto, bien podría acercarme y pedir informes. ¿Y si fuera un maleante, un drogadicto o un asesino? O peor aún. Miro hacia atrás. Solo oscuridad y frío. En el reloj, las dos de la mañana. No tengo alternativa, avanzo hacia el personaje desconocido. No bien llego hasta donde está, cuando lo escucho por primera vez:

—Acércate Serafín. —Un frío maldito recorre de pies a cabeza todo mi ser.

—¿Quién es usted?

—Te esperaba, Serafín. Siéntate, hace frío.

—¿Quién es usted?” —vuelvo a preguntar. Ahora el hombre está a la izquierda, encogido, casi no lo veo.

—Siéntate, Serafín. —Su voz es de mandato, de orden, no puedo negarme. Me siento en el suelo; las chispas brincotean, indecisas. Mi pensamiento va montado en el tiempo.

—Ya es tarde, ¿verdad, Serafín?

—Un poco, señor... ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¿Dónde estamos?

—Son muchas preguntas, Serafín. Con paciencia, con mucha paciencia.

Me calló. Pienso que aunque vuelva a preguntar no habrá respuestas.

—Serafín, tú estás aquí y lo demás solo son intrascendencias. El centro de las cosas está aquí, en medio del fuego. Arriba, el infinito rodea lo que tú llamas Mundo, ese mundo que gira de izquierda a derecha. Todos caminan por una vereda llena de accidentes, de caminos sinuosos; nunca rectos. Simples o complejos, eso depende de cada concepción que se desprenda del hombre. Incluso hay personas que viven y mueren sin pisar y por tanto no dejan huella tras de sí.

Pienso en la Martina ¿Qué estará haciendo?

—¡Toma! —Algo sacó de su morral. Me lo da y lo tomo. Automáticamente me lo llevo a la boca; lo pruebo sin saber qué es; sabe delicioso, exquisito.

—¿Qué es?

—Serafín, solo cómetelo. Ten.

Me da ahora una botellita pequeña. Sin preguntar, bebo de ella; un licor embriagante. Al momento, un delicado ardor llena mi estómago. Ya nada me preocupa.

—Serafín, tú no eres un hombre ordinario. Eres único.

—¿Por qué dice esas cosas, señor?

—Serafín, solo estamos tú y yo, puedes hablarme con toda franqueza; yo no juzgo, no puedo juzgar; se me ha vedado todo intento para ser arbitro o juez.

—Usted parece una persona muy importante. Muy seria.

—Serafín, solo porque sacié tu hambre y tu sed crees todo eso. ¿Qué dirías si te diera el futuro que tanto anhelas?

—Si le preguntase quién es usted, ¿me lo diría?

— Serafín, las palabras son ropas que estorban, ¿entiendes?

—¡Cómo voy a entender!, estoy perdido en la nada... Tan igual como usted.

—Serafín, te confundes. Es lógico, solo eres un hombre. Yo no me pierdo; sé en dónde estoy y con quién hablo. Ahora hablo con Serafín Hernández: un hombre de treinta y cinco años que desde hace dos vive sin casarse con Martina Juárez, siete años menor. Que desde entonces trabaja incansablemente. Cada peso, cada centavo, lo exprime, lo estira hasta no poder más. Vive oprimido, viendo de lejos eso que anhela, eso que gusta, pero que nunca será suyo. A menos que suceda un milagro ¿Crees en los milagros, Serafín?

—Me conoce bien, señor.

—¿Te conoces tú, Serafín? ¿Te conoces? ¿Sabes de lo que eres capaz o de lo que no lo eres? Pero ahora soy yo el que hace muchas preguntas. Olvídalo.

—Señor, es tu fuego; pregúntame todo lo que quieras.

—Serafín, ustedes, los hombres, me tienen por un ser horroroso, mezquino, cruel y tantas ideas más. Nada de lo que realmente soy.

—¡Qué puedo yo decirle!, señor. Bien lo ha dicho: solo soy un hombre sencillo.

—Serafín, para mí eres muy especial. Eres tan simple, tan poco complicado. Tus preocupaciones son así de chiquitas, como el polvo que levanta el viento. No te ofendas, amigo, al contrario, eres afortunado. Tus decisiones solo te atañen a ti. La Humanidad está a salvo de tu proceder. Eres tan inofensivo...

—No, señor. No me ofende. Aunque tanta gente me ofende que, la verdad, otra más, ¿qué más daría?

— Serafín, mi pobre Serafín. Es cierto. Eres tan sensible, cualquiera abusa de tu bondad, de esa alma buena que tienes dentro de ti. Las almas... ¿Cuánto crees que valga un alma, Serafín?

—No lo sé, señor. Ni siquiera sé si existen las almas.

—Existen, Serafín. Son el motor que mueve el mundo; son el porqué de nuestro encuentro. La tradición de antiguo es que a cambio de un alma, puedo dar todo lo que me pidan. ¿Crees tú eso, Serafín? ¿Lo crees?

—Si así fuera, señor, sería un mundo maravilloso, lleno de felicidad, a gusto. Bonito, muy bonito.

—¿Por qué, Serafín? ¿Por qué dices que sería bonito?

—Señor, ¿qué cosa mejor pediría uno, sino la completa felicidad de los demás?

—Eres bueno, Serafín. No cabe duda. No me equivoqué contigo. Pero dime, Serafín ¿Qué quieres de mí?

—Señor, ¿qué puedo pedir? Cosas sin valor, nada importantes.

—¿Te parece poco importante darle una mejor vida a tu mujer? ¿No te gustaría casarte con ella? Pero en verdad; con fiesta, vestidos, buena comida, buena bebida; con todos tus familiares y amigos ¿No te gustaría, Serafín?

— Señor, perdone si le parezco tonto, pero nunca he tenido problemas por vivir así como vivo. No sé. Casi toda la gente que conozco se contenta con lo que tiene.

—Una cena opípara. ¿Quieres, Serafín? Un pollo bien frito, unas papas doraditas, crujientes; un refresco frío de cola, de esos que pican tu garganta y tu panza. Para después juguetear con tu mujer, con esa linda mujer que tanto te quiere. que tanto espera de ti, ¿No quisieras, Serafín?

—Ella me ama; no sé qué tanto. Pero me ama y yo a ella.

—Serafín, el amor es un lindo sentimiento humano; pero se acaba con el otoño de los años. ¿Te has puesto a pensar si ella se cansara de tanta pobreza y se marchase para siempre?

—Yo, señor ¿qué podría hacer? Ni yo estoy seguro de que lo que siento pueda ser duradero ¡No lo sé!

—Serafín, dentro de diez años, cuando tengas cuarenta y cinco exactamente, tendrás un estomago prominente, poco pelo, tus pies seguirán oliendo tan desagradable como hasta hoy, tres niños te hostigarán con la misma cantaleta que tanto odiarás: ‘Papá dame’; ‘Papá dame’. Y tu frágil Martina será una vieja gorda, apestando a cebollas; será más celosa y puntillosa. Nada bueno hay en tu futuro, Serafín, nada bueno.

—Señor, ¿por qué me dice estas cosas? Nada cambiará. Al contrario, ello me evita la pena de andar sin dirección, como en este momento.

—Serafín, me sorprendes en verdad. Sé que eres sincero, sin tacha de vanidad. Tu pretensión es vivir, nada más. Solo que si tú quisieras tener más, yo te lo daría a cambio de algo que tú posees y yo no...

—Señor, se equivoca. No tengo nada, usted lo tiene todo: la lumbre, el pan, el vino. El tiempo. Todo lo tienes, Señor.

—Serafín, ¡Qué cosas dices! No eres sabio, tal vez un poco inteligente, pero no sabio. Eso es bueno, la sabiduría es falsa vanagloria para los sujetos que fingen demencia, locura senil de unos cuantos sobre muchos. Se hace tarde, Serafín, y, créeme, fue un placer encontrarte, pocas personas guardan la compostura ante mis palabras y cuando de pedir se trata, piden cosas tan absurdas que terminan odiándose con más fuerza. Eso no es culpa mía. Los hombres lo aprenden de generación en generación, mal de años... He de despedirme.

—¿Te vas, Señor?

—No, te vas tú, Serafín. Te esperan en tu casa, una buena mujer que te ama, un futuro incierto. Mil peripecias antes de cruzar el umbral al que tu especie esta condenada.

—Y tú, Señor, ¿adónde irás?

—Serafín, el poder que poseo me hace el ser más solo que te puedas imaginar. Tu amistad me haría mucho bien.

—Señor, ¿yo, que soy simple criatura de un caos?

—Serafín, tienes razón. Sea así. Solo deseo que seas feliz con lo que tienes, nada más.

—Gracias, Señor.

—Observa bien, Serafín. Cuando la última flama de esta fogata se extinga, será como si nunca nos hubiéramos visto. Entre tantas cosas, tengo la facultad de jugar con el tiempo; no de alterarlo, solo de atrasarlo o adelantarlo a mi antojo. Camina hacia allá, hacia donde ibas cuando llegaste.

—¿Cómo sabré si se apaga la lumbrera, Señor?

—¡No te digo! Eres muy observador. No importa, Serafín, de todos modos me caes bien; me simpatiza encontrar gente como tú. Ya es el momento. Anda, ve de una buena vez.

Caminé hacia donde me indicó. Cuando ya no percibí el humo de la lumbrera volví la vista hacia los restos, donde pensé que aún estaría él, pero no era así, ya no había nadie. Empecé a caminar cuesta abajo, sin saber cómo di con la avenida Ermita Iztapalapa; más allá, unas torres vigía me indicaban una señal: desbordando de muchedumbre, el popular metro.

Miré el reloj marcaba, las siete de la tarde. En mi bolsa aún tenia los veinte pesos, en mi paladar el sabroso sabor de un buen guiso y el amargo dulzón de un buen vino.

Llegaría temprano a estrechar a mi Martina, todo gracias a mi buen amigo el Diablo.

Enviado a: Mie Oct 06, 2010 7:50 pm

No hay comentarios:

Publicar un comentario